Francisco Pulgar Vidal o de las múltiples maneras de mirar al Perú

Publicado el 26/08/2021

francisco pulgar vidal

Por: Mag. Aurelio Tello

 

“Hemos trabajado duro y sin esperanzas”, decía alguna vez Francisco Pulgar Vidal. Aludía, claro, el empeño desplegado a lo largo de poco más de seis décadas de ejercicio creativo construyendo uno de los acervos más originales que algún músico peruano haya alcanzado a hacer alguna vez. Entre Poesía para arcos (1951), escrita cuando era apenas un bisoño veinteañero que hacía sus primeras armas en la cátedra de Andrés Sas, e Intensidad y altura (2009), que recogía las vivencias acumuladas de tantas obras compuestas, de tantas lecturas vertidas luego en imágenes sonoras, de posar su mirada en lo largo, ancho y profundo de su país natal, de haber recorrido los caminos de la historia musical y cultural del Perú, Paco Pulgar Vidal labró uno de los catálogos más estéticamente homogéneos, técnicamente sólidos y propositivamente innovadores.

Había nacido en la tierra de los Caballeros del León de Huánuco el 12 de marzo de 1929. Para hacerse músico bebió en las canteras de Mariano Béjar Pacheco, Gustavo Leguía, Carlos y Sánchez Málaga. En la clase composición que dictaba en el naciente Conservatorio Nacional de Música el maestro franco-belga Andrés Sas, quedó asociado a sus grandes amigos y no menos talentosos colegas: Édgar Valcárcel (1932-2010) y César Bolaños (1931-2012). Con ellos compartió aula y juveniles inquietudes creativas Olga Pozzi-Escot (1933), pero luego ella renunció al Perú y a la poca peruanidad que alguna vez anidó en su espíritu. En Bogotá aprendió la técnica dodecafónica con Roberto Pineda Duque, profundo conocedor del sistema creado por Arnold Schoenberg que le sirvió de plataforma creativa. Pulgar Vidal se afincó en los lenguajes, técnicas y estéticas de la posguerra, aunque nunca militó en la vanguardia pura y dura. Concilió con audacia, inventiva y consistencia técnica lo propio y lo ajeno, las vivencias personales con los contenidos académicos, buscó llegar a la síntesis que le permitía hacer una obra nacional sin dejar de ser moderna y moderna sin perder esencialidad. Recusó, como sus contemporáneos, el nacionalismo, convertido de ideología en estética oficial, y el indigenismo, que encontró en la reinvención de lo “incaico” el pretexto de su legitimidad y la vía segura para la tourist music.

“Hemos trabajado duro…” quería decir romper los clichés instalados desde siempre: lo amateur, lo anecdótico, lo pintoresco, lo fácil y simplón, lo sentimental, para abrir otras sendas a nuestra música. En un país que no tenía tradición de música de cámara, Pulgar Vidal escribió su Cuarteto de cuerdas n.º 1 (1953) que mereció el Premio Nacional de Fomento a la Cultura “Luis Duncker Lavalle”. En un medio que se contentaba con los arreglos corales de canciones folclóricas, Paco dio vida a sus Tres poemas líricos (1955), sobre algunos textos de la lírica campesina que recogió José María Arguedas, inaugurando –con Las cumbres de Enrique Iturriaga– el repertorio de obras originales para coro basadas en textos de poesía peruana. Cuando creíamos que en el Perú ya se había perdido la escritura orquestal –las inescuchadas obras de fray Francisco de Paula Francia, Cipriano Aguilar, Pedro Ximénez Abril de Tirado y Claudio Rebagliati habían quedado en el olvido sin forjar una tradición– nuestro músico escribió Chullpas, a la que le siguió Barroco Criollo y más tarde las sinfonías Nazca y Taki-Bach. Y si tuvo que abordar las formas mayores de la música vocal, su cantata Apu Inqa reveló a un compositor dueño de sus recursos al plasmar una rica partitura para soprano, recitador, coro y orquesta, divida en dieciocho secciones sobre la traducción de la elegía original quechua Apu Inqa Atahualpaman.

Enrique Pinilla (1927-1989), compositor de su generación y el cronista esencial de la música peruana del siglo XX, le preguntaba sobre la originalidad de sus obras. Paco respondía: “he tratado siempre de expresarme lo más personalmente posible y al mismo tiempo identificarme, desde mi visión individual, con el alma y el sentir peruanos”. Uno de los retos que un compositor tiene que afrontar es el de hallar su voz propia: qué sistemas musicales hacer suyos, qué timbres, qué patrones rítmicos, qué relaciones interválicas, qué procesos constructivos, qué soluciones formales, en qué fuentes beber para alimentar a la imaginación sonora, en qué emociones hurgar, en qué lecturas recalar, en qué rescoldos de la memoria buscar. Mejor que con palabras, Paco había dado respuesta con su música, que es el lenguaje de los músicos, el metalenguaje de las emociones, el signo sonoro de la identidad. Con la originalidad de su música, que rozó la tonalidad, la politonalidad, la atonalidad, el pentafonismo, el cromatismo, el microtonalismo; que combinó piano con cajón, el canto con la recitación hablada, los vientos con las antaras y los pututos; que musicalizó textos en español o de origen quechua; que le dio forma sinfónica al huayno; que hizo convivir al Taki andino con el contrapunto de Bach –una emulación de las Bachianas Brasileiras de Villa-Lobos–; que recorrió la geografía musical del Perú, desde la costa –Zaña para orquesta o Marinera para pìano– a la sierra –Sonatina chuscada o las Cuatro quiyayas, ambas para piano–; que paseó su mirada por el pasado prehispánico –Chulpas, Sinfonía Nazca–, el pasado colonial –Barroco criollo, sobre temas de La púrpura de la rosa de Tomás de Torrejón y Velasco (1644-1727)– y la actualidad que le tocó vivir –Siete suites del Perú profundo o la Suite El Chibolito–; que casó su música con poemas de Rabindranath Tagore –“El jardinero”–, de la lírica campesina del mundo andino –“El fuego que he prendido en la montaña”, “Sauce lambras” o “Yo crío una mosca con alas de oro” reunidos en los Tres poemas líricos– o de poetas contemporáneos –“Fábula de flor” de Mario Florián–. En este último rubro ha sido el compositor que más y mejores acercamientos ha tenido a la siempre difícil poesía de César Vallejo. Su serie de nueve Vallejianas, para diversos formatos instrumentales y vocales revelan que las letras del poeta de Santiago de Chuco demandan un tratamiento sonoro más elaborado que el de la rutinaria canción.

Francisco Pulgar Vidal fue también el maestro de varias generaciones de peruanos que estudiaron el curso de Música con el libro que él preparó para usarse en las escuelas secundarias, antes de la implantación del sistema neoliberal en el Perú, cuando se asumía que la educación era para formar seres humanos y no consumidores. Pulgar Vidal es un músico mayor en el panorama de nuestra música. Su aparición, junto con Édgar Valcárcel, Enrique Iturriaga, Celso Garrido-Lecca, José Malsio, Luis Antonio Meza, Enrique Pinilla y Rosa Alarco coincidió con las de Javier Sologuren, Washington Delgado, Blanca Varela, Jorge Eduardo Eielson, Eleodoro Vargas Vicuña, Carlos Eduardo Zavaleta, Fernando de Syzslo, Ricardo Grau, Sérvulo Gutiérrez, Víctor Humareda, Adolfo Winternitz, Alberto Dávila, Víctor Delfín, Enrique Solari Swayne, Sebastián Salazar Bondy, sólo por citar a algunas figuras icónicas de la cultura peruana. Cualquier recuento que se haga de los movimientos culturales en el Perú tendría que tenerlos –a Paco y los demás músicos– en cuenta.

Chulpas, Sinfonía n.º 1 (1968) es la primera de cuatro sinfonías de Pulgar Vidal. En los siglos XX-XXI es quizá el único compositor que ha escrito un ciclo de obras sinfónicas, que rememora la vocación por escribir obras de gran aliento para ese poderoso instrumento expresivo que es la orquesta sinfónica. No hablamos de obras orquestales solamente, sino de un formato compositivo sui generis que integra diversos movimientos. La relación entre éstos es por afinidad o parentesco tonal y por contraste de carácter. Chulpas está integrada por cinco movimientos: I. Allegro moderato; II. Moderato; III. Allegro; IV. Allegretto y V. Allegretto. El título alude a los monumentos funerarios ubicados en Sillustani, Puno, pero además presentes en otras áreas del mundo andino. En el Vocabulario aymara del jesuita Ludovico Bertonio se define a una chulpa como “Entierro o serón donde metían a sus difuntos”.[1] Marcos Jiménez de la Espada sostiene que «“Chullpa” es la palabra aymara que significa cubierta tejida de ichu o totora en la que eran envueltos los cuerpos de los muertos… por extensión “chullpa” viene a significar la estructura en donde el cuerpo fue enterrado».[2] El propio compositor explicaba que:

Esta obra no descriptiva, se inspira en las tumbas prehispánicas que en mi concepto no son monumentos muertos sino mas bien construcciones vivientes en donde todavía se percibe el espíritu que las animó un día.[3]

y en una siguiente declaración abundaba en la noción acabada de señalar:

Yo concibo estas “chulpas” como lugares que mantienen el palpitar, la vigencia del espíritu de las gentes del pasado, y no como monumentos fúnebres solamente para ser evocados como cosas muertas.[4]

El primer movimiento tiene como signo una sonoridad siempre crispada. Las familias de instrumentos actúan por bloques y las formaciones acórdicas son derivaciones del planteamiento inicial. Sobre el do de los bajos se forma un acorde con los armónicos 7 (si bemol), 11 (fa sostenido) y 17 (re bemol), que viene a ser como la superposición de un acorde de do mayor contra uno de sol bemol mayor. Bloques acórdicos en el tutti orquestal entran en contienda con las fragmentaciones en las familias de cuerdas, maderas y metales y todo coloreado con las percusiones. Es un movimiento arquitectural que teje una textura sujeta a patrones rítmicos muy independientes que recuerdan –y eso es una virtud y no un defecto– las que Stravinski consigue en sus obras del periodo ruso. Los asomos de melodía, fugaces, sirven para soldar el entramado rítmico. En el segmento final, reaparece el acorde inicial, pero enriquecido con los armónicos 12 (sol) y 13 (la) y en el final, el 31 (si becuadro). En un movimiento de sonoridades macizas, que evocan la construcción prehispánica, pero no la describen.

El segundo movimiento, Moderato, toma vuelo con un patrón rítmico andino –¿huayno será? ¿cachua será?– en las cuerdas, que canta un ostinato de dos notas, pero con el timbre seco que producen el golpe del arco sobre las cuerdas. Sobre esta bifonía, surge un destello de tema pentáfono en las maderas, que halla su respuesta en pequeños figuraciones cuasi cromáticas o con movimientos de segundas mayores y menores en las maderas. Se empalma a una segunda sección, con un aire de baile –el compás cambió de 3/4 a 6/8–, donde los motivos que antes estaban en las maderas, ahora lo tienen cornos y violas. En esta sección, lo que hay es una transformación de los materiales con los que está planteada la parte que abre el movimiento. Una sensación nueva se percibe de inmediato: la ritmicidad disminuye y el movimiento se vuelve más lírico, como un baile de pañuelo –¿marinera será? ¿tondero será?–. Pequeñas réplicas del ritmo andino inicial reaparecen fugazmente, antes de que unas apretadas escalas ascendentes conduzcan la música a un tutti poderoso. Los metales imponen su sonoridad, cuya complejidad armónica rememora el sonido “desafinadito” de las bandas de pueblo. La música se ha vuelto impetuosa y los cornos tocan su tema con el pabellón al aire, haciendo una evocación del pututo campesino. La sección final, poco meno, se resuelve en un duelo de cornos y clarinetes, apoyados por un acorde de las cuerdas en sonidos armónicos. Entonces la trompeta canta un solo –de tres sonidos–, sobre un fondo de trémolos de las cuerdas, que ascienden y descienden en lentísimos glissandi, –el compositor recomienda deslizar el dedo produciendo cuartos de tono– con el timbre que produce el golpe de la madera del arco. La música se va diluyendo hacia un registro agudísimo, al niente, hacia la “región más transparente del aire” habría dicho Alfonso Reyes. Atonalidad, pentafonía, trifonía, bifonía, microtonos, todos los sistemas que quizá estuvieron presentes en el mundo prehispánico –quizá así habrá sido la música que desconcertó a los españoles que llegaron al Perú en 1527– son trabajados en esta estructura sinfónica que rememora las tumbas funerarias de los collas.

El tercer movimiento, Allegro, se impulsa desde unos pequeñísimos clusters (racimos) formados por segundas menores o sus inversiones. El ritmo que sostiene a las líneas que “cantan” –unas células que superponen unos giros pentáfonos a otros, con distintas tónicas– parece un zapateo festivo que varía sus impulsos en la medida en que se suman bloques instrumentales o dejan de hacerlo. Es un movimiento fuertemente rítmico, pero su ímpetu cesa cuando los cornos dejan sonar una nota larga, apenas coloreada por las percusiones de metal. Un solo de timbal se hace presente, construido sobre los patrones rítmicos característicos, pero sujetos a una melodía trifónica que desemboca en el Poco meno, una suerte de fanfarria jubilosa, y el Tranquilo final que sirve de enlace al cuarto movimiento.

El Allegretto siguiente transforma los elementos interválicos planteados en las estructuras anteriores con diversidad de articulaciones, variedad de ataques, formas de emisión diferenciadas y, destacando en la textura total, pequeñas células o motivos de pocas notas –bifónicas o trifónicas– que se han vuelto familiares en esta parte de la obra. Una segunda sección, Meno, de pulso obsesivo y donde armónicamente el intervalo de segunda menor –con su sonido crispado– se ha enseñoreado de la música, hace llegar el fortísimo que sirve de puente al quinto movimiento. El último Allegretto, que arranca desde una célula rítmica en las cuerdas, planteada en el último compás del movimiento precedente, sigue sin solución de continuidad en éste. Se retoma la construcción por bloques, como en el viejo contrapunto policoral, pero las células y esquemas rítmicos están dotados de un perfil melódico, siempre constreñido a elaboraciones bifónicas o trifónicas o grupos pentafónicos con algunas de sus notas alteradas. Hay un componente relativo a las dinámicas muy notorio: tras el frenético fortísimo del inicio se suceden una serie de crescendi magistralmente resueltos a través de la aumentación de instrumentos en la altura y el registro precisos –el crescendo orquestal, después de Beethoven, es materia de estudio en los conservatorios–. Son tres ascensos, tres momentos para alcanzar la cumbre sonora.

Chulpas es una obra maestra de la creación musical peruana y latinoamericana. Guarda un estrecho parentesco con La rebambaramba del cubano Amadeo Roldán o con Sensemayá y quizá con La noche de los mayas de Silvestre Revueltas, sobre todo por el proceso constructivo de encadenar células, superponer y contrastar bloques armónicos, construir acordes con intervalos “disonantes” y diseños melódicos con pocas notas –que Allen Forte lo explicaría con otro lenguaje–, ensamblar niveles, hilvanar ostinati y trabajar sobre materiales que corren por toda la obra asegurando una intensa unidad. Tuvo su estreno el 24 de octubre de 1968, con la Orquesta Sinfónica Nacional conducida por Leopoldo La Rosa, en el marco del Festival de Música Contemporánea Latinoamericana efectuado en el Teatro Municipal de Lima. Medio siglo después, su vigencia está intacta, su lenguaje se mantiene incólume y sus sonoridades siguen dejándose escuchar plenas de actualidad.

La Sinfonía Nazca tiene como premisa ser un cúmulo de impresiones sonoras de los ya mundialmente famosos geoglifos de la pampa de Jumana, en Nazca. Lo integran cuatro movimientos: I. Águila del mar (Moderato, Allegro); II. El mono (Molto allegro); III. La araña (Andante); IV. Espirales (Allegro con brio). Un texto en la partitura, quizá de la mano del propio compositor, explica: “Los nombres puestos a las piezas [movimientos] no se refieren a situaciones exactamente descriptivas, sino a evocaciones sugestivas sobre las enigmáticas figuras que parecen tener vida propia en medio de la soledad de las desérticas pampas de Nasca”. Razón clara para que nadie vea en esta obra una suerte de poema sinfónico. Clara Petrozzi en su tesis doctoral La música orquestal peruana de 1945 a 2005. Identidades en la diversidad apunta que “en esta sinfonía destaca el uso de ritmos populares andinos y de ostinatos rítmicos”,[5] pero el resultado sonoro no es el de una sinfonía de espíritu nacionalista, como las obras de la primera mitad del siglo XX, sino un divertimento festivo organizado en diversos movimientos, con un amplio margen de libertad tonal. Se asemeja a una suite de danzas que no se folcloriza, que no quiere presentar un muestrario de eso “típico peruano”, sino que hace abstracción de lo rítmico para que vestido con líneas melódicas ajenas a lo “tradicional” discurra con libertad.

El primer movimiento, Águila de mar (Moderato, Allegro), se abre con un largo preludio que antecede a la sección rápida. Un tema que presenta el clarinete es respondido por un extenso pasaje en el fagot doblado en el contrabajo, al que sostienen unos contracantos de las cuerdas. Todo lo que sigue es un proceso de elaboración de este elemento temático, cambiando los registros, recortando los motivos, transportando las alturas y creando diversas texturas. Los instrumentos de viento (flauta, oboe, clarinete, fagot, trompeta) tienen pasajes solísticos que surgen protegidos con diversos fondos tímbricos. En el Allegro que sigue, y que es donde se define el espíritu de este movimiento, un tema presentado en maderas y cuerdas domina la breve escena; los bronces acompañan con bloques acórdico-rítmicos. Una siguiente sección, a modo de puente, deja el predominio de lo sonoro a las percusiones; la voz que “canta” es la de los timbales. Viene un Tempo I que recupera el elemento melódico, pero la textura se airea; un solo de corno tiene su réplica en el dúo de flauta y clarinete y en una última intervención de los violines primeros que concluye en un inaudible pianísimo.

El mono se titula el segundo movimiento, que está ganado en su totalidad por un tono caricaturesco y chispeante. La entrada del fagot y la consiguiente respuesta del oboe lo hacen notar de inmediato. El tema que cantan cuerdas y maderas tiene también ese tono jueguetón. Parece una música de circo, de fiesta de plaza de pueblo, de kermesse, con sus contrastes de clima emotivo y munido de gestos traviesos. Lo que impulsa la pieza es una noción de pulso constante, de movimiento hacia adelante, que cambia de una familia de instrumentos a otra.

El tercer movimiento, La araña (Andante), arranca con un solo de flauta –cuyo perfil melódico considera las notas de bordadura como esenciales– seguido de un solo de clarinete, que cumplen el papel de una Introducción. Entonces aparecen unos ostinati en los instrumentos graves; su contraste reside en unas melodías de carácter tranquilo o sereno, construidos sobre los mismos planteamientos interválicos del movimiento anterior. Un elemento gana peso: las ornamentaciones –mordentes, trinos, apoyaturas–, notas agregadas que le dan un matiz expresivo a las líneas cantantes. Otro aspecto, esta vez de orden formal, es el de la alternancia de segmentos rítmicos con los ostinati en las voces graves y acordes a contratiempo –que, como ya lo señalé antes, rememoran el sonido de las bandas de pueblo–, con pasajes intensamente melódicos, creando un cierto tipo de rondó.

Para hablar del movimiento final, Espirales, quiero recurrir al acertado texto de Clara Petrozzi: “consiste en pasajes de corcheas sincopadas o acordes repetidos, alternando con o superponiéndose a melodías que pueden ser interpretadas paralelamente en terceras u otro intervalo. El carácter de las melodías es reiterativo y envolvente, subiendo y bajando en movimientos ondulantes sugiriendo el motivo del título y siempre dándole importancia expresiva a los ornamentos. El movimiento está también caracterizado por un pulso rítmico constante, sobre el cual las melodías o fragmentos de melodías aparecen y crecen, o bien son parte del tejido rítmico y van alternando entre grupos instrumentales. […] El movimiento finaliza con cuñas ascendentes de las cuerdas primero, con grupetos en unísono, luego con trémolos y por último con glissandos a los sonidos más altos posibles. La obra termina con una serie de acordes con las notas si-do-fa#”.[6]

Francisco Pulgar Vidal recibió diversos premios: en 1954 el Premio Nacional de Fomento a la Cultura “Luis Duncker Lavalle” por su Cuarteto de cuerdas n.º 1. En 1959 el mismo premio por su Sonata para piano. En 1971 el Premio Nacional de Composición por su cantata Apu Inca, escrita para el sesquicentenario de la Independencia del Perú. En 1981, el segundo premio del Concurso de Composición Sinfónica del Patronato Popular y Porvenir por su sinfonía Barroco criollo. En 1983 el Premio Nacional de Música de Cámara por su Cuarteto de cuerdas n.º 3. En 1995 el Premio Nacional de Folklore “Kuntur” concedido por el Instituto Nacional de Cultura. En 1996, la Corporación Financiera de Desarrollo COFIDE la comisionó la composición de la Sinfonía Nazca. Pero el premio mejor es el de haber gozado del respeto, admiración y cariño de la comunidad musical del Perú. Este disco es el justo reconocimiento a la obra de uno de nuestros más trascendentales compositores.

Mag. Aurelio Tello
Lima, noviembre de 2019

Texto escrito para el disco Francisco Pulgar Vidal. Sinfonías: Chulpas / Nasca

 


[1] Ludovico Bertonio, Transcripción del Vocabulario de la lengua aymara, La Paz, Radio San Gabriel

Departamento de Lengua Aymara, Instituto de Lenguas y Literaturas Andinas-Amazónicas (ILLA-A), 2011, p. 327. En la traducción del español al aymara se lee: “Sepultura o serón como isanga donde ponían el difunto. Chullpa, vel asanqu.” Isanga significa “aparejo”.

[2] Citado en “Arquitecturas prehispánicas, estructuras sinfónicas: “Chulpas”. Sinfonía Nro. 1, de Francisco Pulgar Vidal”, Infoartes.pe consultado el 8 de noviembre de 2019 en http://www.infoartes.pe/notas-al-programa-chulpas-sinfonia-nro-1-de-francisco-pulgar-vidal/

[3] Radio Filarmonía, Ciclo de grabaciones de compositores peruanos narrando su vida y obras. “Francisco Pulgar Vidal”, Lima, (s.f.)

[4] Radio Filarmonia, “Entrevista a Francisco Pulgar Vidal”, realizada por Luis Siabala, “Palco Real”. 27 de julio de 1996.

[5] Clara Petrozzi, La música orquestal peruana de 1945 a 2005. Identidades en la diversidad, Tesis para optar el grado de doctor en musicología, Helsinki, Universidad de Helsinki, Facultad de Humanidades, Instituto de Investigación de las Artes, 2009, p. 265.

[6] Petrozzi, op. cit., pp. 268-269.

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